viernes, 23 de noviembre de 2018

Camino De Vuelta

Autor: Marcos García Carrasco
Diciembre de 2018

Fue una tarde de invierno, cuando la brisa se me aferró a la piel y las ramas vestidas de perlas iluminadas por la ultima luna de septiembre murmuraban en ese dialecto tan conocido, que a través de los años había llegado a comprender muy bien.



Muy dentro de mí, allá en ese lugar secreto, en ese espacio que nunca comparto, empezaba a verse, como en un mapa imaginario, el final del camino que muy pronto terminaría de recorrer.

Sin ningún esfuerzo llegaban a mí los distintos caminos en los que había marcado mis huellas. Eran fotografías extrañas, lienzos donde aparecían fragmentos de poesía, versos inefables, historias de otras personas que también eran historias mías, muy mías. Senderos iluminados con recuerdos de efímeros momentos felices que parecían sentados a la vera entre las hojas doradas por el tiempo que se habían quedado dormidas una vez en otoño, semillas que nunca nacieron, pero que adornaban la orilla como botones en lujosos vestidos de princesas.


Una pluma que en la altura del cielo decidió decirle adiós a sus compañeras descendía danzando sin saber que ese sería su último vuelo. En el simétrico entorno se escuchaba el silente arpegio de la canción de una vida, de la vida mía.

Lo que faltaba para llegar al final de ese camino, que muchas veces pensé que era tan corto como el tiempo entre las navidades, y otras tantas veces demasiado largo como para poder recorrerlo todo, no era más que el final de un sueño del que tenía que despertar. Parecía que toda la vida que iba dejando atrás me reprochaba con su mirada fría y con un violento silencio que extendía sus brazos de fuego queriendo alcanzar mi alma. Extrañamente las huellas que debieron estar en el camino aparecieron dibujadas en mis pies como una sombra febril que me impelía a no retrasar más el viaje, ese viaje melancólico cuyo fin le daría autorización al camino de vuelta.


En ese tiempo que no cuenta hice el recuento de la lista de tristezas que me había acompañado con una puntualidad siniestra durante todo el camino. Fue inútil tratar de ignorar la avalancha de añoranzas que por su propia cuenta se anotó en mi desteñida bitácora, allí, estimulaba eso que con los años aprendí que es dolor, ese dolor que se siente en el alma, en el corazón y en el espíritu, simultáneamente.

De entre las empedernidas luces me salió al encuentro esa compañera en innumerables tardes de café, en sillas de viejos parques, en el salón después de terminadas las clases, la soledad, que para mí, tenía un saludo muy singular, solía colocarse justo detrás de mí, empuñaba mi abrigo, besaba mi cuello y tomando mi mano, me decía nada, hasta sentir que mi llanto llegaba hasta las hojas muertas que dormían un sueño irreal después de luchar por permanecer aferradas a la rama donde fueron reemplazadas luego de cumplir una misión que desconocían.

Cada vez mi equipaje era más básico, la ternura era parte esencial de su contenido, quizás porque fue la razón por la que fui más incomprendido. Aunque había aprendido a escribir con impresionante precisión en las páginas de mi propio corazón, siempre llevaba una libreta bien extendida protegida por una cubierta de hule, y un bolígrafo de punta muy fina. Con poca frecuencia releía mis notas, pero cada vez que lo hacía me embargaba un sentimiento que aún trato, infructuosamente, de  definir.

Esta lúgubre tarde luce un fino vestido de melancolía que se ajusta perfectamente al entorno, desde lo alto de una rama rota un mirlo la observa como queriendo preguntarle si puede iniciar un concierto con el lamento aprendido en las habitaciones olvidadas, o si, por lo contrario, prefiere que le muestre los lindos colores que lleva impresos en su espíritu, debajo de su negra capa.


En un instante aparecen las luces que separan el día de la noche, son doradas, azules, muy blancas, silentes y emotivas como las luces del alba. Sin pedir permiso alguno lo impregnan todo de poesía, el arroyo, las telarañas, las flores, la cercana distancia. Desde el pico del monte se escucha la leyenda, la canción olvidada, y detrás del muro de nubes inquietas una blanca bandada termina su jornada.

Cubro mi rostro con ambas manos y en mi torpe caricia borro el itinerario del último llanto que atravesó lentamente mi cara. Ahora hay en mis labios una mezcla de besos sinceros, de hirientes palabras, y del indeleble sabor de tantas madrugadas. Me levanto y retrocedo unos pasos como queriendo que el tramo aún por recorrer se convierta en nada, es entonces cuando la mano del niño que dejé recostado a la pared aquella mañana de invierno con un semiadiós toma la mía y con un gesto de obediencia me insta a seguir diciéndome que no andaré solo, que él me acompaña. Con una casi sonrisa busco en mi equipaje un trozo de amor con la invisible imagen de Cristo dibujada, y hago lo que nunca volví a hacer desde aquella semidespedida, tomo al niño interior en mis brazos y silbando remembranzas me lo coloco en la espalda.

Respiro profundo y doy un paso, girando la cabeza miro el camino recorrido y siento una sensación de angustia muy dentro, todo queda atrás, mi infancia, mis sueños de adolescente, viejas cartas nunca escritas, mis largos atardeceres, amores prestados, nombres grabados en la plateada sábana que cubre el lago, saludos no contestados, y las miradas hirientes del mundo desarrollado. La brisa tiene olor a tierra mojada, y una misteriosa mano fría que sin desearlo me saluda, es la hora de abrazar la nada. Avanzo lentamente sin dejar de sentir las pisadas de mis primeros tiempos haciéndole compañía a las que hoy estrenan un camino totalmente desconocido. Puedo escuchar voces de extraños que me acompañaron en mis días de estudiante y el recital de la lluvia que bajaba del techo de la escuela como cadenas de perlas amorfas que al estrellarse contra el suelo formaban pequeñas esculturas transparentes que quedaron grabadas en mis ojos como relámpagos de luciérnagas en noches de plenilunio invernal.

Extrañamente muchas cosas me parecen conocidas, tanto, que busco entre mis recuerdos los lugares que aparecen ahora delante de mí, pero no logro ubicar ninguno, aun cuando el aroma que los acompaña es el mismo. Me doy cuenta que estoy cantando cuando alguien pasa a mi lado y se sonríe burlonamente, entonces le doy forma a la canción remendando las partes olvidadas con improvisaciones que jamás vuelvo a recordar.

No puedo ver la distancia, sin embargo, la medida que me da el corazón es casi exacta, me tomo el tiempo suficiente para no pensar, para dejar que la inocencia que el dolor y la adversidad no pudieron separar de mí, me conduzca hasta ese lugar donde la barrera del destino me diga que debo parar, parar y despidiéndome, empezar el camino de vuelta.

Tengo presente que debo dejarlo todo allí, que debo emprender el retorno sin lo que tengo, sin lo que fui, que nadie me espera, que nunca estuve ausente, que no habrá una bienvenida, ni siquiera un hipócrita abrazo. Que aunque son los mismos lugares, serán sitios desconocidos para mí. Coloco una fecha y escribo la autorización que yo mismo he de firmar, desde ahora formará parte de mi equipaje.

Repentinamente siento el deseo de llorar, de llorar amargamente, como si una pena desconocida me hubiera embargado el corazón, sentado sobre mis zapatillas le doy rienda suelta a mis sentimientos hasta quedarme dormido. Ahora, el sol me cubre con su ardiente sábana haciéndome despertar de mi sueño y de mí mismo.


A pesar de que usaré la misma ruta, en mi regreso pasaré por lugares desconocidos, me encontraré con extraños conocidos y tendré que recurrir a mis notas para identificar escenas rotas, puertas infranqueables, retazos de la infancia, que aunque ya no existe, siempre estarán allí. Es la vida que corre sin destino concreto hasta llegar al límite de la consciencia, allí se rinde y lo despide todo, condiciones, amor, tristezas, elaborados planes que el tiempo truncó, odios que le cuesta saber por qué nacieron; es la vida que cubierta de melancolía le rinde reverencia al tiempo.

Tengo presente las palabras de papá, "nada hay malo o bueno, completamente. Busque lo bueno dondequiera que esté, eso, sin dejar de ver lo malo y reprocharlo, dondequiera que esté, así sea en mí". Este consejo me fue dado durante nuestra cuarta despedida, otoño de 1969. Mi padre tenía muchas limitaciones, no tuvo la oportunidad de aprender a escribir, pero su corazón era un libro escrito con las bondades de la magnífica verdad. Varias de sus lecciones no las entendí hasta después que durmió, pero son indelebles, como todo lo que se hace con amor.

No supe que el camino de vuelta era tan difícil hasta que me encontré con mis propias huellas de frente a la adversidad. La madurez obliga al hombre a reaccionar con mayor lentitud, a pensar las cosas por más tiempo, a ver las distancias más cortas, y a comprender el valor de la soledad. Aunque llevo la marca del desprecio impresa en la piel, también hay música celestial al doblar cada esquina por la que inevitablemente tengo que pasar.

Aún no encuentro a alguien conocido, por un instante pienso que puedo haber equivocado el camino, pero es solo un pensamiento, las líneas están marcadas, los límites, también. Entono una canción para hablar con Dios, siempre he tenido la certeza de que me escucha aún cuando no digo nada, de que cuando me ve triste me ama, pero, tengo la convicción que cuando canto Dios me respeta.

Nada es igual, ni lo será, son los mismos lugares, el mismo ambiente, las mismas personas, pero hay en cada pueblo, en cada sitio, en cada rostro, un rostro diferente. Pienso y hablo en el más completo silencio, tengo miedo de alterar lo que ya fue y de mezclar el pasado con el presente. La pintura que está fijada en mi corazón me muestra detalles del camino recorrido con insólita precisión, pero parecen más cortas las distancias entre el ayer y el ahora, las palabras que siempre me parecieron buenas tienen otro significado, también puedo hacer la diferencia entre una sonrisa social y una nacida en el alma.


En el camino de vuelta aparecen detalles que el afán de ida no nos permite observar, joyas que debieron formar parte de nuestro atuendo y que pasamos desapercibidas, aparecen con esa mágica luz que las convierte en la exhibición de la vida, de esa vida que siempre nos saludó y nos invitó a compartir un rato, pero que por estar buscándola desesperadamente la despreciamos, una y otra vez.

Tengo todo el tiempo para contemplar, veo las horas como bandadas de gorriones buscando una mano con alpiste, puedo contar las pulgadas que recorre la ola antes de besar la orilla, y escuchar las alas de las gaviotas golpeando el aire entre el mar y el cielo. En un rincón, muy cubierto de luces grises, la ilusión seduce al transeúnte utilizando su vanidad como medio para convertirlo en una veleta a la merced del viento. Desde el altar de una parada de autobuses observo la violenta rutina de la humanidad que cada hora la hace menos sensible al amor. Como en un espejo roto me veo cuando avanzaba en el itinerario de ese turbulento camino de ida, el cual llegué a pensar que nunca terminaría de andar. Por un momento vuelvo a sentir los cientos de miradas, que como afilada navaja blanca se posaban en mi rostro, llenando mi corazón de culpabilidad.

Es el amanecer número 365 y me encuentro justo al lado de la pared de la que fue mi primera escuela, me asomo por una rota ventana y veo en el desteñido tablero una frase que parece escrita con tiza indeleble "mi mamá me ama". En ese momento todo parece dar un giro fantástico, como en rumor de arroyo vuelven a mí tantas cosas que creí olvidadas, las mañanas, cuando después de lavar mis pies en el agua que al caer del techo quedaba empozada, entraba tímidamente y me sentaba en la segunda silla de la primera fila. Para disimular mis nervios abría el cuaderno que celosamente protegía en una bolsa de hule, de esas que eran muy raras en esos tiempos. Los estudiantes cuyos padres tenían posibilidades usaban un cuaderno para cada asignatura, yo las hacinaba todas en uno solo, lo que tenía sus ventajas, me era muy fácil encontrar mis apuntes, pero por otro lado, tenía que resignarme a sufrir el acoso de los despiadados que no entendían mi condición y se burlaban sin tregua.

Casi puedo saborear el pedazo de coco, que con frecuencia llevaba para el almuerzo, mezclado con el olor a guiso del fiambre de mis compañeros. Dejé que mis manos acariciaran los pedazos del escritorio que usó la maestra Rosalía, simultáneamente recorro toda la estrecha aula y de pronto siento que alguien me observa, me abraza, me besa... y se va dejando la firma de su aprecio en mi corazón.

"Oh, cuanto diera por poder escribir todo el sentimiento de mi alma noble, de mi corazón dolido y fuerte, por describirles en un suspiro la batalla que ya se fue, pero que a pesar de que ya no es, siempre vuelve a vivir conmigo".

Apresuro el paso y veo pasar a mi lado puertas semicerradas, campos donde nadie juega, parques con sillas abandonadas, pequeñas plazas enlutadas y gente sentada en los portales, soñando con nada. Perros sin dueños que pululan buscando una mirada que acepte su fidelidad, aun a cambio de nada. Clavado en el tronco de un árbol senil leo un torcido letrero que me despide, pero que también anuncia el próximo pueblo. El nombre me parece conocido, también el rumor de una casi desaparecida quebrada, paso al lado del cadáver de un automóvil con el rostro de una niña conocida dibujado en una de sus puertas, un profundo suspiro se me escapa del alma con rebeldía mientras el calcinante sol se refleja en mis sendas lágrimas.

¡Qué tarde la de esta tarde!, siento desnudo el cuerpo y vestida el alma, está pasando toda mi vida como en una inmensa pantalla, veo con claridad meridiana, llorar al infante, correr al niño, al adolescente entristecido, al hombre maduro buscando lo que nunca tuvo, sonriéndole a la tristeza, acompañado de la soledad, y compartiendo olvidados momentos con la nostalgia.

Me dispongo a leer mi primera carta y me cuesta entender mis propias palabras. Es que fui tan sincero, que maculé el papel con verdades amargas, dije cosas que nadie dice, por temor a la vergüenza que le pueda causar la franqueza, cuando ya no es privada. Miré muy alto, no sé si pedía perdón o si a mí mismo me negaba, pero reprimí el llanto, como se reprimen las fuentes cuando es venenosa el agua.

Es una ciudad moderna la que tengo en frente, no sé si siento cansancio por el peso que cuando joven llevé sobre mi espalda, o si es la venganza del camino cuando el tiempo ha borrado las huellas del caminante que viaja de noche alumbrado por trémulas estrellas y acompañado por pensamientos que nunca serán recuerdos, y que ni siquiera tendrán el efímero tiempo de una mirada.



La noche ha avanzado lo suficiente como para que sienta esa antigua necesidad de leer, tengo a mano La Biblia y, la que creo, la mejor obra de Pearl S. Buck, "La Madre". El libro está estropeado como resultado de compartir un espacio muy pequeño en mi mochila, empiezo a releerlo y a añadirle detalles, que según yo, la escritora se negó a insertarlos por dolorosos. 

"Frente a mí la noche y sus relámpagos como frías espadas que me permiten ver la muralla de nubes negras cargadas de refrescante agua.
Detrás, muy lejos, mi casa, en cuyo jardín descuidado siguen cantando, entre las rosas, las ranas".

En algún lugar de este largo camino hay fuerzas que se desmayan, deseos escondidos en pechos que nunca han llorado sin ganas. Melodías inconclusas, que por ser tan lindas, se guardan como tesoros perdidos en joyeros que tienen grabado nombres de personas extrañas.

Desde aquel día han pasado muchas tardes y muy pocas mañanas. He visto crecer la luna, secarse la playa, sangrar, en las tardes, el sol, y pasar a mi lado, vestida de fiesta, la más profunda tristeza aferrada a la mano, de quien desde hace mucho tiempo comparte con ella solo desgracias.

Hoy está conmigo el joven que es padre por primera vez, me hace muchas preguntas y hago un esfuerzo para poderle responder, pero algunas ideas son tan vagas que me hacen desanimarme y busco en mis brazos el olor a mi primer bebé, con la esperanza de que sea dichoso donde esté. Lo más seguro es que ande por el camino de la vida sin imaginarse siquiera que algún día, en un instante, tomará el sinuoso camino de vuelta.

En mi mente hay un millón de fotografías, cada una con significado diferente. Puedo verlas como si estuvieran vivas, se pasean como hormigas de colores por senderos que también me transportan como dedos virtuosos sobre las simples teclas de un piano de cola que llena con música dorada la habitación donde reposa el alma, el alma noble. Me quito las zapatillas y palpo el suelo con la intención de sentir algo de naturaleza entre tanto "desarrollo", pero este me devuelve la frialdad del concreto que se asemeja mucho a la humanidad que corre ansiosamente detrás de esa fortuna que no ha descubierto que lleva en su corazón.

(...)

Es largo el camino de vuelta, y aunque es el mismo, a cada paso encontramos cosas desconocidas que nos traerán a memoria esas escenas que nunca vimos, pero que quedaron grabadas en el futuro con el que nos encontraremos inexorablemente, y que saldrán simulando un abrazo, a visitar nuestras vidas.

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